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Discurso del Presidente del C.G.A.E.

 
 
DISCURSO DEL PRESIDENTE DEL CONSEJO GENERAL DE LA ABOGACÍA ESPAÑOLA ANTE SU MAJESTAD EL REY DE ESPAÑA, EN EL ACTO DE INAUGURACIÓN DE LA NUEVA SEDE DEL CONSEJO
 
 
 
          Majestad:

          Vuestra presencia en este acto es causa de una doble alegría, pues a la que representa inaugurar y estrenar casa propia, que es la de todos los abogados y de sus colegios agrupados en este Consejo General, debe añadirse la de hacerlo bajo la Presidencia de quien ha demostrado, sin duda alguna, ser el mejor defensor de nuestras libertades y derechos y de quien siempre ha mostrado una especial solicitud y atención hacia nuestras Instituciones. Así, Majestad, cuando aceptasteis la Gran Cruz al mérito de la Abogacía, nos honrasteis y honrasteis una profesión que tiene la misión de defender y asesorar en forma exclusiva y excluyente a sus ciudadanos, tal y como reza nuestro Ordenamiento Jurídico vigente, nacido de la expresión soberana de los españoles que nos dimos, hace ya más de veinte años, una Constitución que en las primeras palabras de su Preámbulo manifiesta su deseo de establecer la justicia, la libertad y la seguridad, promoviendo el bien de cuantos integran la nación española, para proclamar inmediatamente, en su artículo 1º, esos mismos valores en el marco de un Estado social y democrático de Derecho, donde todos queden sometidos al imperio de la ley.

          El equilibrio, por tanto, entre los diferentes poderes del Estado se hace imprescindible para garantizar y salvaguardar la propia razón de ser del Estado, que no deja de ser una construcción político-jurídica en la que el juego del sometimiento de los distintos poderes, incluso de los emergentes, es pieza clave, pues de lo contrario podría causarse su propia destrucción con la pérdida de control social.

          Hoy, el Estado, responde a una necesidad de preservar al individuo, a la persona humana, diría con mayor precisión, y a lo que le es común: la humanidad; es decir, las otras personas. Así, el concepto hoy denominado de globalidad o de universalidad, va adquiriendo afortunadamente, carta de naturaleza jurídica positiva, pasando del mundo de los principios generales y filosóficos a un nuevo orden jurídico, nacional e internacional que se formaliza a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que en el primer Considerando de su Preámbulo emite este categórico juicio de valor: que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. He aquí el por qué del artículo 10 de nuestra Constitución que sirve de pórtico del Título I de la Carta Magna, bajo el epígrafe “de los Derechos y Deberes fundamentales” al afirmar que la dignidad de la persona, de los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social, para continuar remitiéndonos para su interpretación, a la propia Declaración Universal de Derechos Humanos y demás Tratados y Acuerdos al respecto, ratificados por España.

          Y es, en este marco y en este contexto que se garantizará por la Constitución la tutela efectiva de los jueces y tribunales como un derecho de los ciudadanos “sin que en ningún caso pueda producirse indefensión”, reza explícitamente el artículo 24 “en la tutela de los derechos e intereses legítimos”. Defensa que, como decíamos al principio, le corresponde por imperativo legal única y exclusivamente al abogado. De ahí que la tutela efectiva sea el resultado de un proceso y no el fruto de una prerrogativa; de un proceso que se rinde cuando se han puesto en riesgo o se han vulnerado los derechos o los intereses jurídicos de los ciudadanos, después de haber escuchado, en contradicción e igualdad, sus argumentos; es decir, cuando se hace efectivo y eficaz el funcionamiento de la justicia. Y, naturalmente, por tales razones, son numerosas las ocasiones en las que la Constitución remite, en este Capítulo, a la función letrada, pieza angular del Estado de derecho e insustituible en la administración de la justicia.

          Desgraciadamente la historia nos demuestra hasta que punto la justicia ha campado y campa por sus respetos en aquellos lugares en los que habiendo jueces, no está garantizado efectivamente el derecho de defensa y no hace falta mirar demasiado lejos en el tiempo ni en el espacio para constatarlo. A pesar de ello, todavía hay quienes consideran que la justicia es algo que puede administrarse sin la intervención de abogado. Gravísimo error éste, que debe corregir quien así bienintencionadamente lo crea y peligrosísimo criterio si es fruto de una convicción. Por ello es preciso atenerse escrupulosamente a la legislación establecida y ampliamente contrastada para no malbaratar algo tan fundamental como es el derecho de defensa desde el inicio mismo del proceso, así como garantizar la independencia del mismo como algo inherente a la esencia de la democracia, que no es ideología ni bandera de nada ni de nadie, sino orden jurídico que permite vivir en paz respetando las opciones y criterios de todos, garantizándoles sus derechos a veces, incluso, controvertidos.

          Una Sentencia, ya lejana, de nuestro Tribunal Supremo de 22 de Enero de 1930 decía que no podía admitirse que el abogado fuera únicamente la persona que se dedicara a defender en juicio los intereses y las causas de los litigantes “sino que es el Consejero de la familia, el juzgador de los derechos controvertidos cuando los interesados lo desean, el investigador de las ciencias históricas, jurídicas y filosóficas, cuando éstas fueran necesarias para defender los derechos que se le encomienden, el apóstol de la ciencia jurídica que dirige la humanidad y hace a ésta desfilar a través de los siglos…”. Pero mucho más recientemente, hace tan solo dos años, el presidente de la Cámara de Comercio de París, en el prólogo de la última audiencia que presidió, rindió público homenaje a nuestra profesión, diciendo el Sr. Masquelier, entre otras cosas: “Nosotros os llamamos maîtres y los sois plenamente y por doble partida. Escucháis a la parte demandante o demandada en toda su problemática y eliminando aquello que pueda resultar confuso o impreciso en sus pretensiones, presentáis vuestros escritos que sitúan los hechos en el contexto riguroso de nuestras leyes y nuestras normas de procedimiento. ¡Qué lección!    -continua diciendo- en este arte de presentar los hechos y los argumentos de manera precisa y completa. Después escucháis a vuestro adversario y retomáis pacientemente los argumentos que se ha esforzado en presentar como convincentes, para poner en evidencia aquello que puedan tener de frágil o inadaptado a las circunstancias que son el nudo del debate. De esta manera me habéis enseñado a escuchar, a interesarme por los detalles, a construir una solución basada en vuestra manera de bien hacer o de haber contratado con inteligencia”.

          Que duda cabe que en aquellos países de larga tradición democrática en los que los derechos humanos no son bandera de nadie sino convicción profunda de quienes tienen la responsabilidad de la función pública, el abogado representa un baluarte para esa defensa en la que los propios poderes públicos se amparan y, de su responsabilidad, protegen la profesión dotándola de medios, organizándola racionalmente por encima de las leyes de mercado –que en ningún caso deben primar en temas de justicia– garantizando su independencia y deontología multisecular. No es momento de extendernos en ejemplos ni en comparaciones pero quizá sea bueno recordar aquel verso de Ennio que Cicerón cita en su obra “La República”: “moribus antiquis res stat romana virisque” (sí hay Roma es por sus hombres y sus virtudes). “El tiempo que despoja los alcázares, enriquece los versos” diría Borges, y, ciertamente, en un país donde hemos tenido tantos alcázares y castillos muchos de ellos desaparecidos para siempre es interesante evocar la frescura y la actualidad de las palabras de Ennio.

          Son los hombres -los hombres y las mujeres- quienes de sus virtudes hacen posible la convivencia y fuerte y solidario un país. Y, España, Señor, es hoy un país moderno de profundas y amplias raíces que debe asumir su pasado, pero ser consciente de que únicamente será y solamente tendrá voz autorizada en un mundo que, afortunadamente se nos presenta global, en la medida que sus virtudes estén en el alma y en la conducta de sus ciudadanos. ¡Nada nuevo bajo el sol!. No hay, pues, Estado, sino personas que le sirven y no hay Estado si no es por las personas; es decir, la colectividad diversa, plural, rica en matices y en culturas que, en nuestro caso es España y debe ser, si quiere seguir siendo, lo que proclama en ese primer párrafo a que antes hacía referencia, de nuestra Constitución.

          Los abogados servimos a nuestro país, como Corporaciones de Derecho Público que somos, en lo que les es propio de su estructura político-jurídica, incluso formando parte de los más altos organismos consultivos del Estado y de sus Comunidades Autónomas. También desde el Servicio de Orientación Jurídica a los ciudadanos; desde el turno de oficio, hoy felizmente inserto en el concepto de Estado social, aunque desgraciadamente siga formando parte de nuestra contribución gratuita y altruista pues, aún, es hora de ver dignamente reconocido el esfuerzo y la competencia con que se ejerce a juzgar, entre otras muchas cosas, por los Informes del Defensor del Pueblo y sus homólogos autonómicos, en los que de la simple comparación con otros servicios públicos se despeja cualquier duda o comentario.

          Pero donde verdaderamente servimos a Roma, si se me permite la licencia poética, es en la defensa de las miles y miles de causas en todas, absolutamente en todas, las instancias de la vida pública y privada, nacional e internacional, defendiendo, asesorando y acompañando a nuestros ciudadanos y sus empresas en los intereses jurídicos que tienen en juego y en aquellos otros que han sido vulnerados por las partes, y, desgraciadamente, en muchas ocasiones por los diferentes órganos de las administraciones, y es a través de nuestra intervención que los ciudadanos buscan el amparo judicial llegando a las más altas instancias jurisdiccionales. Las estadísticas aparecidas cada año en la Memoria que rinde el Presidente de nuestro más Alto Tribunal, en la apertura del año Judicial que, Vos Señor, cada año honráis con vuestra presidencia, lo ponen ampliamente de manifiesto.

          El derecho, por más que nos empeñemos, no es una ciencia, es un arte: el arte de la convivencia y como dijera el gran Orador romano para construirla es necesaria la virtud –igual que Ennio– y de entre las virtudes –diría– la de mayor extensión es la que tiene por finalidad el hombre. Todo fue creado para el hombre y el hombre para el hombre, de ahí la grandeza de la dignidad humana, para la que todo fue hecho, como tantas veces ha sido reivindicado y magníficamente formuló Kant.

          Pero desgraciadamente vemos como el sufrimiento y la injusticia que castiga a tantos seres, martillea las conciencias de quienes vivimos en un mundo donde la riqueza y la paz imperan sobre la miseria y la guerra. Y, aunque los escenarios y las circunstancias son cambiantes, a veces más de lo que nuestra memoria quisiera aceptar, pero demuestra la historia, estamos obligados a crear las defensas jurídicas que como los antiguos castillos y alcázares nos preserven, con mayor eficacia que aquellos, contra los enemigos de los derechos fundamentales y al mismo tiempo nos faciliten los instrumentos que permitan extenderlos de tal forma que, como diría recientemente Koffi Annan, hagan imposible que la comunidad internacional no salga en defensa de éstos con la fuerza coercitiva que le es precisa al derecho para que sea tal.

          Es por todo ello que es enormemente importante que el Tribunal Penal Internacional sea pronto una realidad y, en este sentido, en nombre de la abogacía española así tuve ocasión de pronunciarme en la sede de Naciones Unidas en Nueva York con ocasión del cincuentenario de la Declaración y así nos dirigimos, por acuerdo unánime de este Consejo General, al Gobierno de España en la confianza de que nuestra política exterior esté siempre orientada en favor de esos valores superiores, alineados con quienes los defienden dentro y fuera de sus fronteras, por propia razón de humanidad y del prestigio que nuestro país, con Vuestra Majestad a la cabeza, ha sabido impulsar y mantener en la comunidad internacional y que conviene no perder.

          La abogacía española, consciente de su papel en la sociedad, inició, hace ahora diez años, en Palma de Mallorca un proceso de congresos nacionales y autonómicos, como lo han sido el aragonés, el vasco, el castellano-manchego y el catalán, que pasado mañana inauguraremos en Tarragona, por citar algunos; así como reuniones de las juntas de gobierno de los Ilustres Colegios de Abogados, que nos han llevado además de a Palma de Mallorca, a Santander, La Coruña, Girona y finalmente a Sevilla, con objeto de abrir un amplio debate sobre nuestra función social y nuestro futuro en un mundo tan cambiante y lleno de desafíos como cargado de esperanzas.

          En Sevilla la abogacía española, acompañada de los más altos representantes de la abogacía internacional, hizo una generosa oferta de colaboración a los poderes políticos que reitera ahora y demostró que de la discrepancia leal, del debate abierto, del pacto y del consenso, se consigue la unidad y se cierran las heridas cuando las hay o cuando se sienten, pues también las sensaciones han de ser tenidas en cuenta para el buen gobierno de las cosas. 

          De Sevilla salieron las normas de autorregulación, como reflejaron los medios de comunicación, que nos resultaban tan necesarias como urgentes (al no habérsenos aprobado aún un Estatuto General que hace años está en tramitación en manos del Gobierno); también una nueva composición del Órgano máximo de representación y gobierno de la abogacía española acaba de ser aprobado hace escasamente una semana.

          Pero nuestra mayor preocupación es el gran problema de la Justicia, que aunque escapa a nuestra única responsabilidad, es también de nuestra incumbencia. Este grave problema, hoy, reflejado en los medios de comunicación incluso en sus propios editoriales, se percibe como tal en nuestra opinión pública.

          Cuántas veces no hemos oído decir que éste es un problema de Estado y que como tal hay que tratarlo. En ello coinciden fuerzas políticas de diverso y distinto signo. A pesar de todo no se resuelve y nos hace pensar que más que falta de voluntad política, existe un grave problema de fondo que precisa de la generosidad y la comprensión de todos.

          Se trata, pues, de hacer un esfuerzo por conseguir entre otras cosas, que la partida presupuestaria para justicia salga de esa situación de extrema penuria a la que se encuentra, inferior al 1% de los Presupuestos Generales del Estado que dista tanto, como reflejaba recientemente un diario económico de nuestro país, de las consignadas en los presupuestos de otros países de nuestro entorno, donde incluso el Presupuesto General en su globalidad es superior. Se trata de mejorar sustancialmente los medios materiales de la justicia, utilizando los informáticos que ya existen como algo más que máquinas de escribir con pantalla; de remunerar como se merecen jueces, fiscales, secretarios, oficiales y auxiliares de justicia. Y, como el sentido común exige, el propio turno de oficio, que es la defensa jurídica de los ciudadanos que no tienen medios económicos para acudir en ella en igualdad. Así como de hacerse cargo material, también, de los Servicios de Orientación Jurídica a los ciudadanos.

          Es imprescindible acometer con valentía una reforma en cuanto al número y acceso de jueces y magistrados, así como el de abogados, que resultan absolutamente inadecuados a la realidad del país y desproporcionado en relación con otros países vecinos, en los que el número de jueces es muy superior y el de abogados infinitamente menor. No puede ser que tal desproporción continúe por más tiempo, pues así se deteriora seriamente el buen funcionamiento de la justicia. Como también es imprescindible reflexionar seriamente sobre el acceso y formación de todos nosotros, incluida nuestra formación permanente, tal y como empiezan a plantearse y resolver algunos países de Europa. El actual sistema de oposiciones y formación de los jueces debe ser revisado en su totalidad y en forma radical ha de cambiar el acceso a la judicatura a través de los denominados tercer y cuarto turno, pues no sólo no ha dado el resultado apetecido sino que resulta poco convincente la manera en que se realiza. De la misma manera, hay que resolver, de una vez por todas, el acceso a nuestra profesión, sobre lo que he tenido oportunidad de manifestarme en numerosísimas ocasiones.

          No podemos permitirnos que organismos y tribunales de la importancia del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, tarden tanto tiempo en la renovación de sus miembros. Ni éstos ni el país lo merecen, ya que la importancia de tales Instituciones exige la mayor credibilidad y su total despolitización. En estos Órganos debe estar presente necesariamente, como así lo indica nuestra Constitución, la abogacía que en estos momentos está manifiestamente infrarepresentada, sin que ello escandalice ni preocupe a nadie.

          Es imprescindible que el principio de oralidad sea una realidad cotidiana y no una constante manifestación de buenas intenciones que, como la celeridad en la justicia, son temas recurrentes cargados de buenas intenciones y previstos en nuestros textos legislativos que se convierten, en este sentido, en verdadero papel mojado, para encontrarnos con la realidad que hace muy pocos días un eminente catedrático ponía de manifiesto en un artículo de diario en el que decía que, ni abogados ni justiciables, en muchas ocasiones, ven al juez durante todo el proceso. Insólito, pero tristemente real. Es imprescindible la leal colaboración entre jueces, fiscales y abogados respetando la independencia del derecho de defensa, que debe ser potenciado desde los órganos legislativos, hasta en la política de estrados que el juez administra, en la necesidad de que entre todos prestemos un servicio al ciudadano. Nuestras togas no son ni un privilegio ni una prerrogativa, sino el distintivo de nuestra condición de servidores de la justicia. 

          Seriamente hemos de reflexionar sobre la conveniencia de una buena justicia municipal, no de la que en algunas ocasiones hemos tenido ocasión de escuchar en la que los ayuntamientos podrían reproducir los vicios y peores defectos de una justicia mediatizada, pero sí de una justicia que permitiese mayor arraigo y proximidad. Y, por supuesto, se hace imprescindible en nuestro país reflexionar sobre la conveniencia de mantener órganos jurisdiccionales que sobrepasen, con carácter permanente y exclusivo, el ámbito de territorialidad que le debiera ser propio a nuestro sistema jurídico en épocas de normalidad democrática.

          Es imprescindible, para el bien de la justicia, que quienes tenemos la responsabilidad de servirla huyamos del protagonismo y del espectáculo, pues es triste comprobar como algunos jueces, magistrados, abogados y fiscales nos lo ofrecen con harta frecuencia con todo lo que implica para la imagen y la credibilidad de la justicia, a pesar de que la inmensa mayoría ejerce sus funciones y profesiones con ejemplar dedicación y probidad.

          En este sentido esta Casa que hoy inauguramos, con tan  Augusta Presidencia, debe seguir fiel a las normas deontológicas que durante tanto tiempo han presidido el bien hacer de nuestra profesión,  defendiendo el derecho de defensa y su independencia aun a riesgo de no ser siempre bien entendidos y exigiendo a los abogados un comportamiento que les haga merecedores de la confianza y alta responsabilidad que la sociedad ha depositado en nosotros. Sólo así tendrá sentido esta Casa que es sede del Organo Superior de la abogacía española y que está, en consecuencia, al servicio de los abogados y de sus Colegios pero también de la sociedad española y de sus Instituciones, y abierta al mundo, conscientes que la máxima aspiración de la justicia es la solidaridad.

          Por eso, si somos los defensores de nuestros conciudadanos, lo somos por extensión de la colectividad, dispuestos siempre a colaborar desde la lealtad, pero también desde la independencia, con quienes nos gobiernan.

          Gracias, Majestad, por haber aceptado ser nuestro Primer Huésped, pues Vuestra presencia afirma cuanto somos y cuanto queremos seguir siendo, y si lo permitís, parafraseando al gran Dante, Vuestra presencia nos hace sentir más de lo que somos, sin embargo somos conscientes de que no somos más que los defensores de los intereses jurídicos y derechos de nuestros conciudadanos, pero tampoco nada menos.

          Muchas gracias, Majestad.