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UN ABOGADO ZARAGOZANO DIRIGIRÁ LA ABOGACÍA ESPAÑOLA
DURANTE LOS PRÓXIMOS CUATRO AÑOS
  
  

          Como es bien sabido, el pasado 27 de julio fue elegido Presidente del Consejo General de la Abogacía española nuestro compañero y anterior Decano, Carlos Carnicer Diez. El resultado de la elección fue brillante: 57 votos frente a los 23 obtenido por el otro candidato. Aún con las incertidumbres que todas las elecciones suponen, el resultado no fue ninguna sorpresa, por lo menos para quién esto escribe, que en los escasos meses que lleva en el Consejo, ha podido constatar el prestigio de Carlos Carnicer entre los Decanos de toda España. 

          Como ya tuve ocasión de declarar a los medios de comunicación en su momento, la elección de nuestro compañero y anterior Decano es motivo de profunda satisfacción y legítimo orgullo para todos nosotros, como abogados y como aragoneses. Desde esta segunda perspectiva, resulta lugar común señalar la excepcionalidad que supone el que un aragonés acuda a la cumbre de cualquier organización de ámbito nacional. Están muy lejos y no se han repetido, los tiempos del rey Carlos III en los que los ilustrados aragoneses constituían la élite de la nación y de su gobierno. Desde entonces y por desgracia, nuestro peso en todos los ámbitos de la vida española no han hecho más que disminuir. Por eso, que un aragonés llegue a la más alta representación de la Abogacía española nos ha de ser tan satisfactorio. Esperemos que la sociedad aragonesa y sus instituciones sepan reconocerlo. 

          La condición de Presidente del Consejo de la Abogacía Española lleva aparejada la de Consejero de Estado nato, cargo del que recientemente tomó posesión Carlos Carnicer. Y debe añadirse que el pasado 31 de octubre resultó elegido Presidente de la Unión Profesional, entidad que integra a las organizaciones colegiales de todas las profesiones colegiadas.  

          Todos los abogados zaragozanos y muchos de toda España sabemos bien que Carlos tiene un currículum profesional y colegial con méritos más que sobrados para haber sido elegido para los cargos dichos, y capacidad para desempeñarlos con eficacia. Siendo de origen modesto y sin ningún antecedente familiar ni otra vinculación previa con la Abogacía, supo abrirse camino en esta difícil profesión y partiendo prácticamente de cero consiguió situarse entre los más prestigiosos abogados zaragozanos. Y su prestigio lo ha logrado, no tanto por su intervención en asuntos difíciles y notorios con repercusión en los medios de comunicación, que eso viene después, sino por el trabajo diario a lo largo de casi treinta años de ejercicio profesional. 

          A la vez que se abría camino en el ejercicio profesional, Carlos se ha dedicado con intensidad a servir a la Abogacía, como Diputado de Junta de Gobierno, Presidente de la Agrupación de Abogados Jóvenes y, sobre todo, como Decano de nuestro Colegio de Zaragoza, desde 1991 hasta 2000. Como Decano fue Consejero y Vicepresidente del Consejo General de la Abogacía Española, siendo elegido Consejero no Decano en febrero último. 

          De todo este currículum quiero destacar aquí su etapa como Decano. Aunque sea sobradamente conocido, ha de insistirse en que el Colegio experimentó una transformación radical en ese periodo que se ha caracterizado por la masiva incorporación de compañeros, provocando una crisis sin precedentes en toda la Abogacía española a la que no ha sido ajena la nuestra. 

          Es cierto que la condición “sine qua non“ para que el Colegio tuviese la posibilidad de afrontar las nuevas necesidades que la realidad de la profesión exigía, me refiero a la adquisición de la sede, se cumplió durante el mandato del Decano anterior, Lorenzo Calvo Lacambra. Pero correspondió a Carlos la tarea de dotar al Colegio de las infraestructuras necesarias para utilizar la sede con eficacia y la creación y potenciación de los numerosos servicios que actualmente se están prestando. No es este el momento de hacer una enumeración exhaustiva, pero si debe hacerse referencia especialmente a la actividad formativa, tanto la inicial a través del Curso de Formación para el ejercicio de la Abogacía, como a la permanente, mediante la organización de cursos y jornadas sobre temas monográficos. También hay que mencionar la puesta en marcha y gestión de los Servicios de interés social como los dirigidos a los inmigrantes, mujeres maltratadas y violencia doméstica, menores, orientación penitenciaria, etc. Servicios, que además de constituir una aportación importante a la sociedad a la que pertenecemos, especialmente a sus capas más desfavorecidas, sirven para que muchos compañeros completen su formación y experiencia. Y sin olvidar el bloque más tradicional y obligatorio para el Colegio, compuesto por la asistencia jurídica gratuita y turno de oficio, deontología, honorarios y biblioteca, entre otros. Prestaciones y servicios que fue necesario transformar y ampliar para dar respuesta a una demanda que en nada se parecía a la que había hace diez o quince años. 

          Evidentemente, todo ello no es fruto del trabajo de una sola persona, sino de muchos compañeros, miembros o no de las sucesivas Juntas de Gobierno que colaboran y trabajan activamente en las distintas actividades colegiales, sin olvidar la callada y muy eficiente labor del personal del Colegio. Pero es mérito de Carlos el conseguir que ese numeroso grupo de personas trabajen por la profesión y lo hagan con eficacia. Porque en nuestro anterior Decano no solo hay que destacar su capacidad para aflorar ideas e iniciativas, sino también su capacidad para formar equipos y para liderarlos. 

          Esas cualidades le van a ser muy necesarias para el desempeño de sus nuevas responsabilidades como Presidente del Consejo General de la Abogacía Española. 

          Parece que es un tópico, aunque no por ello sea menos cierto, señalar que nuestra profesión, a la vez que aumenta en número de miembros disminuye en su posición relativa en nuestra sociedad. Y ello parece una paradoja pero no lo es. El aumento del número de abogados en España (es el país del mundo que tiene más abogados en proporción a su población), va acompañado de un descenso en la preparación. Ello se debe a la imposibilidad de obtener una formación por la vía tradicional de la pasantía y a la falta de un sistema de acceso a la profesión como, de una manera o de otra, existe en todas partes. 

          De ahí que, a mi juicio, el principal reto para el Consejo de la Abogacía y para su Presidente es el de convencer a los poderes públicos para que regulen por ley, y de una vez por todas, un sistema de acceso a esta profesión. Las posibilidades son varias y no voy a entrar ahora en ello. En todo caso, parece necesaria la regulación de alguna exigencia de formación previa y el establecimiento de algún control que acredite que tal formación se ha obtenido. Pero lo que resulta inadmisible es que siga sin abordarse este problema, vital para nuestra profesión, pero sobre todo, imprescindible para que el derecho constitucional a la defensa pueda ejercitarse con dignidad. Junto a esta inaplazable cuestión pendiente, podría hablarse de las incompatibilidades con otras profesiones como la de auditor – en este terreno el reciente Estatuto es manifiestamente insuficiente-, la recuperación de áreas abandonadas lo que exigiría, además de la formación de los abogados en ellas, una adecuada publicidad institucional, la unidad de la profesión pese a las cada vez más diferentes formas de su ejercicio. Podrían señalarse otros muchos objetivos que, junto con los anteriores, pueden resumirse en que la Abogacía tenga en la sociedad el lugar y el prestigio que le corresponden. 

          Estoy seguro que Carlos Carnicer afrontará estos difíciles retos con la ilusión, dedicación y eficacia que le caracterizan. En todo caso, desde estas modestas líneas, creo interpretar el deseo de todos los que integramos el Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza, de su Colegio, de que obtenga el mayor éxito en el desempeño de su nueva e importante responsabilidad. 
  
  

Francisco Javier Hernández Puértolas
 Decano del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza
  
  


  
EL FUTURO DE LA ABOGACÍA

          No había transcurrido un mes desde su elección como nuevo presidente del Consejo General de la Abogacía, cuando obteníamos de Carlos Carnicer su opinión sobre el futuro de nuestra profesión. Aunque diversos imprevistos han hecho que la edición del presente Boletín se retrasará más de lo previsto y a buen seguro en los dos meses adicionales transcurridos, la visión del nuevo presidente del Consejo se habrá enriquecido con la experiencia del cargo, preferimos reproducir su artículo tal como nos lo envió en el pasado mes de octubre.
 

          En un mundo cada vez más reglado por una interminable maraña legislativa en el que el desconocimiento de la norma o su deficiente interpretación afecta de forma grava y directa a la libertad de las personas y a sus más preciados intereses, paradójicamente, ponemos en duda el futuro de la Abogacía. 

          El Abogado fue, desde siempre, el informador de la norma, el consejero, el mediador, el arbitro y el defensor. Cuando ni siguiera se había relacionado la dignidad de la persona con su derecho a la intimidad, con la igualdad y con la presunción de inocencia, el Abogado ya los tutelaba mediante otros institutos tan malentendidos como fundamentales e inseparables en el ejercicio de la Abogacía, como son la garantía de defensa y el secreto profesional. 

          Pasaron muchos siglos flacos y aún ayunos de respeto a la igualdad, al acceso a la justicia, a la tutela judicial y a la libre realización de los derechos, durante los que el Abogado sufrió solidariamente con sus conciudadanos y palió, cuando pudo hacerlo, las arbitrariedades del poder, también mediante el informe jurídico, el consejo, la mediación, el arbitraje, la defensa e incluso el compromiso social. Así la profesión, nacida hace más de veinte siglos, ha venido acreditándose como necesaria y detentadora de una función social imprescindible.  

          Hoy, cuando nuestras normas fundamentales proclaman la dignidad del hombre y persiguen garantizarla mediante el reconocimiento de los derechos individuales y colectivos, no podemos albergar la menor duda de que nuestra querida profesión tiene el mejor futuro si sabemos responder adecuadamente a la importantísima demanda social derivada de la maraña normativa que trenza, cada día con más cabos, los intereses generales con los particulares. La necesidad de conocer el derecho, de cohonestar sus superposiciones y aun contradicciones legislativas, de establecer criterios de oportunidad para alcanzar la plena realización y satisfacción de los derechos, precisa ineludiblemente del consultor o consejero. Los cada vez más frecuentes conflictos en materias dispositivas demandan, para su rápida y eficaz solución, la actividad del mediador o árbitro. 

          Pero hemos aprendido que en este cuerpo social no pueden existir espacios vacíos, o inútiles. Tan pronto un agente abandona o descuida un espacio, éste resulta inmediatamente ocupado por otros que son capaces de realizar la función abandonada o descuidada. La mera reserva o atribución de funciones mediante instrumentos legales no garantiza a ningún agente social la exclusividad. La ley se cambia fácilmente, cuando la realidad social lo impone. 

          La tradicional controversia, actividad pública versus actividad privada, ha sido definitivamente superada por el concepto de función social, como satisfactoria del interés general. El carácter privado o público de la función desempeñada ni condiciona su preferencia ni su mantenimiento o sustitución. Por muy pública que sea la actividad, si resulta inútil, o incluso perjudicial o lesiva, será despreciable y cuando menos reemplazada. Pero si la actividad desempañada resulta útil, vital a la sociedad, por muy privada que sea la profesión que la posibilita será conservada y protegida jurídicamente. El único sentido de cualesquiera actividades humanas no es sino la satisfacción de las necesidades y de las legítimas aspiraciones, también de los humanos. 

          Nuestro objetivo no puede ser sólo lograr reinos de tarifas para satisfacer intereses particulares. El reto consiste en alcanzar el prestigio necesario y la mejor preparación individual y colectiva para desempeñar la trascendental función social que, desde siempre, correspondió a  la Abogacía. Solo que ahora, la formación jurídica que se dispensa a un sinfín de titulados, la proliferación de zurupetos realmente ilusionantes, la desinformación y, por supuesto, la feroz competencia, nos coloca en una situación más difícil y discutida. Ello no debe sino hacernos reflexionar sobre si nuestro grado de preparación y de dedicación a nuestro quehacer profesional resultan parangonables con los de nuestros competidores, y si nuestros Colegios están provistos de los medios necesarios para garantizarnos el verdaderamente libre e independiente ejercicio profesional y la mejor formación jurídica humanística y deontológica que  se puede dispensar hoy al Abogado. 

          Si nos dotamos de la preparación y de los sistemas de prestación de servicios que nuestra sociedad demanda, si proveemos a nuestros Colegios de lo necesario para informar y hacer entender permanentemente a nuestros conciudadanos los valores profesionales éticos de la Abogacía, los riesgos de confiar en quienes carecen de ellos, la rentabilidad y el valor añadido que suponen nuestros trabajos, nuestro compromiso con sus libertades y con la defensa de sus intereses particulares y colectivas, no debemos temer por nuestro futuro y, además, podremos solicitar, con absoluta legitimidad y autoridad, las normas que permitan sancionar el intrusismo y delimitar el campo de actuación que a la Abogacía ha correspondido, desde siempre. 

          Vaticino un futuro próspero para la Abogacía si sabemos mantener los valores superiores de libertad, independencia, dignidad y secreto profesional que nuestro antepasados aplicaron en una sociedad corta en leyes y libertades, imprimiendo ahora nosotros el grado de preparación y ritmo de dedicación que la carrera competencial actual exige, potenciando los Colegios de Abogados como los mejores preparadores y defensores de nuestra actividad profesional frente a cualesquiera poderes y frente a nuestros proveedores de servicios que solo atienden sus propios intereses.  

          La Abogacía está en el camino de recuperar la primacía que le corresponde en el campo de la información jurídica, del dictamen, del consejo, de la gestión, de la mediación, del arbitraje y de la defensa de todas la personas, sin excepción. 
  
  

Carlos Carnicer Diez
Presidente del Consejo General de la Abogacía